Logos
Si nos fuera posible separar
del cuerpo decadente el pensamiento,
cogerlo entre las manos,
limpiar sus adherencias,
dejarlo en desnudez y reducido
al núcleo primigenio,
como almendra naciente y vulnerable,
como palabra flor en eclosión,
como gota de agua inaugural
en estreno del mundo…
podríamos viajar lejos del llanto,
alzados por encima de las sombras,
testigos intocados por el tiempo.
De Son caminos
El poeta acecha en la noche
«Hay instantes que giran sobre su gozne… »
— Rafael Guillén
Tu instante liminar está en la noche,
se abre con el gozne de los versos,
nos lleva de la mano a lo escondido.
Gran experto en las artes fronterizas,
maestro en la inocencia sigilosa
que repta acariciando,
cuando prende en nosotros
la llama turbadora de tu voz,
ardemos como teas en las cumbres,
caemos como ascuas al abismo.
De No quieras ver el páramo
El hombre indefinido
«…dimmi: ove tende questo vagar mio breve, il tuo corso immortale?»
— Giacomo Leopardi
El hombre indefinido no conoce
el descanso: recorre desde el alba
remotas geografías con su alforja
de soles desgastados
y lunas sin contorno,
se sienta junto a frescos manaderos
en los bosques umbríos
y sumerge las horas
por darles transparencia
y luz que clarifiquen las jornadas.
El hombre indefinido no conoce
ni la felicidad ni la desdicha,
ni padece el cansancio del que busca.
Se limita a seguir con vano afán
los hitos de un sendero
que se escapa en el hurto de las aves.
Camina sin hollar la tierra y solo
una estela de pasmo va dejando
en plantas y animales,
el vislumbre
de un ser que se apresura a concretarse.
De Son caminos
Funambulismo
«Le doute, morne oiseau, nous frappe de son aile»
— Arthur Rimbaud
La vida va tensando sus alambres
bajo los pies hendidos del funámbulo.
Cuando en el menoscabo de la luz
se apagan los contornos de las cosas
y los soles someten sus cristales
a la gris mordedura de la tarde,
no bastan la pericia ni la pértiga,
no la senda volátil del cordel.
La región vespertina sólo atiende
a grávidas razones.
¿Qué acrobacia
prosperaría sobre el curvo signo
de la interrogación?
De No quieras ver el páramo
Fénix vespertino
Solías arder cerca de la orilla,
tu cuerpo flameante suspendido
entre las llamaradas del crepúsculo.
Solías deshacerte
cada tarde en silencio,
y había en tan callado,
tan rutinario tránsito
una muda querencia de cenizas.
Incluso iluminabas,
antorcha declinante,
los primeros negrores de la noche.
Esperanzaba ver
el polvo de tu efigie calcinada
dulcemente aventado por la brisa.
De No quieras ver el páramo
Besos furtivos
No se resiste el mar incontinente
a subir muy despacio por la arena.
Dulce besa tus pies y sigiloso
retira sus cien lenguas de saliva.
Como si reclamaras sus caricias,
te titila la sangre sin sonrojo
bajo el sol amenguado de la tarde.
Por los labios del mar beso tu herida.
De No quieras ver el páramo
Carpe Diem
Esta música, el sol, la poesía,
los amigos sedientos de palabras,
el amor siempre en busca de aposento,
las huellas venideras de algún viaje,
las flores de tu sexo en mis jardines,
esa risa, por dios, tan de mañana…
todo ello justifica la osadía
de vivir en la piel de lo primario,
de encarar el azote de los fríos
sin el abrigo tosco de la vida.
De No quieras ver el páramo
Fuera pijamas
A las diez en punto de la noche, Manuela y Alberto se ponen el pijama cada uno en su lado de la cama: Manuela en el izquierdo; Alberto, en el derecho. Sin decir palabra, doblan meticulosamente la ropa de diario y la colocan él, en el galán de noche; ella, en una silla. Hace un poco de frío en la habitación matrimonial. Se meten en la cama y, antes de apagar las lamparitas, se arriman los cuerpos en silencio para darse calor. Sin decir nada se tocan y, un instante después, salen de la cama cada uno por su lado y se desprenden de los pijamas. Vuelven a la cama y lo intentan. No sin dificultad cambian de postura y lo intentan. Giran de nuevo sobre sus cuerpos y lo intentan. A los diez minutos, exhaustos y sudorosos, ambos, cada uno en su lado de la cama, contemplan el techo.
— No hay manera, Manuela —, se lamenta él.
— No, no hay manera, Alberto —, se lamenta ella.
Antes de volver a ponerse los pijamas, los dos se quitan las dentaduras postizas.
De Fuera pijamas
La lección
A las diez en punto de la noche, Manuela y Alberto se ponen el pijama cada uno en su lado de la cama: Manuela en el izquierdo; Alberto, en el derecho. Sin decir palabra, doblan meticulosamente la ropa de diario y la colocan él, en el galán de noche; ella, en una silla. Hace un poco de frío en la habitación matrimonial. Se meten en la cama y, antes de apagar las lamparitas, se arriman los cuerpos en silencio para darse calor. Sin decir nada se tocan y, un instante después, salen de la cama cada uno por su lado y se desprenden de los pijamas. Vuelven a la cama y lo intentan. No sin dificultad cambian de postura y lo intentan. Giran de nuevo sobre sus cuerpos y lo intentan. A los diez minutos, exhaustos y sudorosos, ambos, cada uno en su lado de la cama, contemplan el techo.
— No hay manera, Manuela —, se lamenta él.
— No, no hay manera, Alberto —, se lamenta ella.
Antes de volver a ponerse los pijamas, los dos se quitan las dentaduras postizas.
De Fuera pijamas
El semáforo
De la mano de su padre, el niño espera en el semáforo. Muñeco rojo, no pasar. Muñeco verde, sí pasar. Le gusta ver cómo el muñeco verde acelera el paso paulatinamente a medida que transcurren los treinta segundos y, sobre todo, cómo se apresura en los últimos cuatro. Ahí empieza la carrera, y el niño siempre gana entre risas al muñeco verde. Ocurre al menos dos veces al día, en el trayecto de ida y vuelta de la guardería, y no pasa de ser un juego inocente. Pero el muñeco verde no perdona. Años después se servirá de una furgoneta en la revancha.
De Fuera pijamas
La pescadera
Escama que todos los puestos de la pescadería tengan su cola de clientes, menos uno. Más escama aún que en ese puesto despache una mujer de extraordinaria belleza, que entretiene la espera afilando los cuchillos con una sonrisa anchurosa. Los clientes que merodean por el mercado se alejan dibujando una curva cuando pasan por delante del expositor de mármol. Acaso teman algún desvarío repentino y punzante, aunque es justo aclarar en su descargo que la pescadera es un dechado de amabilidad y simpatía y no cabe imaginar en ella ni una pizca de sadismo. Eso sí, cuando abre el congelador y asoman las cabezas, en todo el mercado el aire se vuelve gélido e irrespirable.
De Fuera pijamas