San gabriel
Déjame que consiga tu insomnio de taberna,
chófer de los ocasos amansados del vino,
para olvidar que existen una amenaza eterna
y un instinto en el cuerpo rebelde a su destino.
Cuando escucho mi nombre en tu palabra tierna
de arcángel generoso de asfalto, vidrio y lino,
una esperanza chica, un temblor de linterna,
perenniza mi paso de abrupto peregrino.
Tu voz dice en el vino que escancia el tabernero:
«Antonio, Dios te salve del sueño de la gente
y ante la aurora puedas mantenerte vigía».
Y -arcángel de mis ansias- en tu copa me muero,
y me duele en la carne la quietud de tu frente,
y tu embriaguez de sangre prende fuego en la mía.
De Tigres en el jardín
Siesta en el mirador
Sólo para tus labios mi sangre está madura,
con obsesión de estío preparada a tus besos,
siempre fiel a mis brazos y llena de hermosura,
exangües cada noche, y cada aurora ilesos.
Si crepitan los bosques de caza y aventura
y los pájaros altos burlan de vernos presos,
no dejes que tus ojos dibujen la amargura
de los que no han llevado el amor en los huesos.
Quédate entre mis brazos, que sólo a mí me tienes,
que los demás te odian, que el corazón te acecha
en los latidos cálidos del vientre y de las sienes.
Mira que no hay jardines más allá de este muro,
que es todo un largo olvido. Y si mi amor te estrecha
verás un cielo abierto detrás del llanto oscuro.
De Tigres en el jardín
Noviembre
A mi padre
Me acodé en el balcón:
las estrellas giraban,
musicales y suaves, como los crisantemos
de las huertas perdidas.
Toda la noche tiene manos inmaculadas
que pasar por las sienes que el cansancio golpea,
húmedos labios trémulos para tantas mejillas,
corazones acordes al par de sus silencios.
Me acordaba de ti,
del que no fueras nunca,
casi flor, casi germen, casi voz, casi todo
lo que nombra un deseo.
Aquél que hundió en la tierra su planta generosa,
los olivos que ceden su fruto a las escarchas;
el que alzaba su mano como si fuera un grito
poderoso y maduro sobre el marchito júbi1o.
Me acordaba de ti,
como en noches pasadas,
tanto amor que se logra pero no se consuma
por no sé qué misterio,
y el corazón, tan lleno de flor y flor perenne,
de estrella y lunas fijas, de campo y campo abierto,
abría sus balcones hacia un paisaje oscuro
de paciencia y de adiós, de clemencia y de olvido.
De Serenata y navaja
Señor y perro
Se le vio una mañana, entre columnas
altas, de piedra gris casi hospiciano,
sentado en el peldaño, contra el quicio
la curva espalda puesta: viejo, fofo,
con un perro pequeño entre los pies.
Miraban
el perro y su señor con una misma
mirada al transeúnte que, un instante,
sintió en su pecho un malestar sin nombre.
Y para conjurar aquella extraña
desazón, su atropellado pensamiento
se entregó a desnudar de aquella carne
blanda, de aquel humor tan lacrimoso,
de aquellas manchas -tierra anticipada-,
aquel cuerpo vencido, aquellos ojos
turbios, aquella piel floja y pajiza.
Vio un cuerpo en luz arder, gozar, crecerse,
y un perro saltarín correr, ladrar
a mariposas ágiles, a pájaros
leves, a los ruidillos de la brisa.
Y junto al cuerpo joven, otro cuerpo
no formulado aún -la primavera
sólo apunta los frutos, no los brinda-.
Y oyó un gemido, un gozo, otra palabra
de media voz entre dos voces.
Pero
el viejo estaba entre columnas, casi
sin movimiento, un perro entre sus pies,
como desolación allí arrojada.
Y el transeúnte recordó:
El hombre es nada,
muy hijo de mujer, muy corto en vida,
muy lleno de miseria amontonada.
Es flor que apenas nace, y ya es cogida;
es sombra que camina, y se apresura
en manera ninguna detenida.
Y siguió su camino a sus afanes,
sin mirar hacia atrás. Pero sabía
que lo miraba el perro, entre las piernas
de su señor tendido, y lo miraba
tal vez su porvenir, su propio cuerpo
mañana así también, también vencido.
De Testimonio de invierno
Elegías, 8
Quizá de la poesía sea yo el mejor obrero.
Lo dicen tantos. Ellos deben saber por qué.
Pero no saben darme la palabra que quiero
toda ella encendida de esperanza y de fe.
Pero no saben darme el abrazo que espero;
porque antes que poeta, antes que artista, que
domador del vocablo rebelde, hubo un certero
rayo que hirió mi alma y curarla no sé.
Porque antes que poeta, y antes que profesor
de vanidades, soy un varón de dolor,
un triste peregrino que busca su alegría.
Tal vez cordial o vano, tal vez il miglior fabro,
pero pocos entienden que en mis palabras labro
esa fosa con flores que llamamos poesía.
De Miradas sobre el agua
Castillo interior
(Fantasia alhambrista para Julio Juste)
El castillo interior tiene el corazón de agua. Los ojos enemigos no pueden penetrarlo. Miran y se ven ellos mismos y quedan deslumbrados y melancólicos, incapaces de volverse a cerrar, recogedores de toda la turbación del mundo. En ese corazón reposan los ojos del amigo, dulcemente semicerrados, como violetas con delicado aroma de silencio.
De Columbario de estío
Escena de cacería
Caza sierpe el neblí; mórbida sufre
su dura boca o pico o sierra o faca;
inconclusos anillos, torpes dientes,
quebrada la cerviz, la sierpe lacia
pende como un carámbano de nieblas
y el aire que soñara viva en tierra
muerta la acoge, vara desgajada
de olivo a cuyos pies crecen violetas.
¡Oh pájaro triunfante, oh alada rosa
con todo el fuego de la tierra dentro,
oh latido de sol sobre los hielos,
espadachín del viento enamorado!
De Pequeña Patria huida
A placido sangiorgio
A su padre
Suele el dolor fijarse en la memoria
más que el placer y la alegría. Suele
doler el alma mutilada como
duele un miembro cortado. Ay, sufre el hombre
mas no debe olvidar. Porque no cabe
olvidar crimen tanto, tanta insania,
por quienes fueron víctimas, por quienes
su condición humana degradada
vieron en nombre de un delirio humano.
Y sin embargo cabe la alegría
después de tanto horror. Cabe que el alma
se expanda en la palabra, en los colores
del arte o del paisaje, cabe un aire
como canción que acuna y es descanso,
aria suave colmada de consuelo
y que, incienso en la sombra, nos envuelve
como sonrisa y esperanza o nube,
y suena «Gerardo Sangiorgio, duerme…».
De Un girasol flotante