Documental
Todos los acontecimientos y personajes de este microrrelato son ficticios. Cualquier parecido con la realidad es coincidencia, pero no casual.
Hecha esta aclaración, el autor es libre de utilizar el hecho ficcional recurriendo, por ejemplo, a la técnica de dejar el final lo suficientemente abierto y dar las mínimas pistas para que, una vez llegado al punto que —en un principio— implica el cierre del texto, aún tengas dudas, razonables o infundadas, y necesites volver al título para aclararlas.
Pero el cruel autor decidió ir más allá y, en un guiño con aspecto de puñalada trapera, dejar este cuento intitulado. No lo juzgues a la ligera. A pesar de que no pensaba en ti mientras escribía, aunque parezca lo contrario, te tiene cierto aprecio. Si hubiera puesto el título que este relato se merece tal vez no habrías podido dormir o, lo que es peor, vivir el tiempo necesario para decirle a alguien más cuánto disfrutaste con la lectura de sus cuentos.
Así que no hagas caso de las habladurías de quienes dicen haber leído este mismo microrrelato, en otra edición, en otro país, con el título “Microrrelato para matar a un lector”.
No prestes atención a esos rumores porque, de ser cierto, ya estarían muertos y, entonces, tendrías que admitir que hablaste con un fantasma, y tú no crees en fantasmas, ¿verdad?
Sin palabras
Terminando el capítulo XII de su novela —¡quinientas páginas!— no pudo evitar que una mueca le deformara la comisura de los labios al escuchar las doce campanadas en el reloj de la catedral.
Que el día concluyera justo cuando estaba escribiendo la palabra Fin tenía que ser una señal de algo. También la coincidencia de que esa fuera la fecha límite para participar en aquel prestigioso concurso de relato breve.
Ordenó las hojas formando un paquete que no sólo era, sino que parecía una novela de verdad, la primera de toda su vida.
En la portada podía leerse el título que tanto trabajo le costó encontrar. Al pasarla descubrió que no había nada escrito en la primera, ni en la segunda, ni en la tercera... En la última página sus lágrim s empap ban el p pel mi ntras l s letr s iba desap rec end poc a po .
Con las palabras que no se habían desmaterializado ante sus ojos y las que pudo rescatar del naufragio de su llanto logró componer un texto que mandar a aquel prestigio concurso de microrrelato.
Llover sobre mojado
Hace frío. Es de noche. Llueve. Tengo hambre. Estoy solo. No conozco a nadie. La gente me mira. Estoy sucio. Huelo mal. Me escondo donde puedo. Ya no queda comida en los contenedores. Tengo que hacer algo. Voy a cruzar la carretera. Me da igual lo que pase. No hay más remedio. Es ahora o nunca. El golpe sonó seco. No a metálico. Un sonido pesado. Se oyó como debajo del coche. Igual que si un bache. No vio nada. Había poca luz. Da igual. Serán las copas. Lo habrá imaginado. Puede que no haya sido nada. Puede que sí. Qué más da. A quién le importa. A nadie. Ni el ruido ni yo. No voy a ir a casa todavía. Para qué. La última. La penúltima. Donde sea. En cualquier antro. Ahí mismo. Cualquier sitio. Sin preguntas. ¿Seguro que no va a venir ahora? No sé. Cómo que no sé. Me voy. No te vayas. ¿Y si viene? No vendrá. Pero. No vendrá. No todavía. Dijiste no sé. Ya. ¿Entonces? No vendrá. Nunca viene. Nunca a esta hora. Es tarde. No para él. Hace frío. Va en el coche. Llueve. Entrará en cualquier bar. Estará solo. Nunca está solo. Es peligroso. ¿Él? No. ¿Quién? Yo. Es de noche. La sangre no se ve. Nadie lo mira. La sangre no se ve. Llueve. La sangre se limpia. Es normal que se tape. La sangre no se ve. El bulto será cualquier cosa. La sangre no se ve. Una cartera que se puede mojar. Hace frío. Todo el mundo está en su casa. En una casa. En cualquier casa. O en un bar. O en la calle. Durmiendo. Bebiendo. Llorando. Muriendo. Despacio. Pensando. Cruzando al otro lado. Donde se estrella el coche. Donde tira el cadáver. Donde dormirán otra vez. Para siempre. Tres cadáveres. Un contenedor. Un perro atropellado. Aterido de frío. Con hambre. Esquelético. Cadavérico. Un hombre en un coche. Accidentado. Ensangrentado. Una mujer apuñalada. Llueve, es de noche y hace frío.
Si una noche de invierno
Era la última tarea que había mandado el profe como colofón para el taller... No sé si considerarla como la más difícil, pero lo cierto es que me estaba costando más que las otras...
Abrí el temario, repasé los temas, leí los clásicos, las lecturas
recomendadas, puse el contador de palabras de Word a cero para no pasarme de las medidas canónicas, recordé las técnicas...
Al final creo que lo conseguí... No quedó tan mal... Mandé el texto para que corrigiera lo que creyera pertinente... Con un poco de suerte se publicaría
en el blog e, incluso, en la antología...
...No entendí el porqué de su crítica... Siempre insistía en que escribir es reescribir... y yo reescribí mi cuento una y otra vez... y otra vez... y otra vez... ese manía suya de que quitara los puntos suspensivos de mis textos... se empeñaba en decir que no tenían sentido... que eran gratuitos... y yo no puedo
negarme a usar algo que me dan porque sí... la culpa es suya... haber empleado otro adjetivo... tanto que se supone que sabe de literatura... necio...
Instrucciones para no morirse de miedo
Procúrese un mapamundi. No será imprescindible que esté actualizado. Pidamos lo posible: la primavera de mayo queda demasiado lejana y no le será de utilidad en este caso.
Eche un rápido vistazo a las calles. Tenga cuidado. No es necesario ni aconsejable abrir las ventanas. Tampoco encienda la luz. Bastará con que corra un poco la cortina, lo suficiente para comprobar que el camino está despejado.
Diríjase a las escaleras. No se le ocurra utilizar el ascensor. Las bombas suelen estropear las instalaciones eléctricas. Camine con la espalda pegada a la pared, lentamente sin descuidar la retaguardia. Baje mirando el piso anterior según baja —despacio, recuerde, despacio— al siguiente.
Mire de nuevo hacia la calle. ¿Todo bien? ¿Algo raro? Perfecto. Da igual, vuelva a mirar. Compruébelo. Tiene que asegurarse. Nunca se sabe. No es la primera vez que todo parece normal y, cuando menos te lo esperas, una bala perdida, trozos de metralla. Quién sabe. ¿Quién puede estar seguro? Usted, usted debe estarlo. Nada pierde con volver a mirar.
Recuerde que está en un hotel. No olvide que aunque usted esté aquí para proteger a los civiles, a ellos les da igual. Para ellos, para los de ambos bandos, usted es extranjera. No les importa cuántas vidas haya salvado hasta ahora: sigue siendo un efecto secundario de la invasión.
Salga. Corra. Esos niños, ¿de dónde salen? No piense. Corra. Tírese, tírelos al suelo. Cuerpo a tierra. No piense. Claro que no merecen morir. No tenga miedo. Nunca.
Salvajes
Y creedme que todo lo aquí relatado os lo cuento tal y como fue visto por mis propios ojos.
Por increíble que le pueda parecer a las mentes más civilizadas de nuestra suprema nación, os aseguro que vi cómo aquellos salvajes adoraban a un ser que ellos creían superior y que representaban con un monigote antropomorfo tallado en madera, con signos evidentes de haber sido víctima de crueles martirios antes de su sacrificio.
En su honor, por si fuera poco con esa muestra de ignorancia, fabricaban brebajes con cactáceas fermentadas y tomaban ese jugo infame asegurando que por obra y gracia de una especie de buitre que llaman zopilote, se transformaba en la sangre de su ídolo.
Vi también cómo torturaban hasta la muerte a todo aquel que renegara de su fe mediante artefactos construidos expresamente para tal fin, abusando de la ignorancia de los pobres que no entendían su idioma.
Doy gracias a nuestro Señor y Salvador Jesucristo por haberme nacido en nuestra cristiana y católica España.
Pedro Moya de Contreras. Primer Inquisidor del Tribunal del Santo Oficio para la protección de la fe de la Nueva España.