La puerta de los abismos
De nada sirvieron las advertencias de mi hermano. Él vino conmigo aquel día plomizo de otoño en que nos mostraron la casa. La casa era fría, nadie lo podía negar. Sin embargo, su precio era más que razonable. Bastaría con una reforma en profundidad para dejarla transformada en el hogar de mis sueños.
Poco me importaron las habladurías de los vecinos. Cuentos sobre familias que enfermaban por las bajas temperaturas de la casa. Historias de niños tísicos que murieron años atrás, quedando su espectro adherido a los cimientos de la casa. Vagas referencias a inquilinos que abandonaban el recinto después de una primera y última noche. Chismes propios de mentes ociosas.
Invertí todos mis ahorros en una reforma integral. Saneamiento de las instalaciones de agua y electricidad, aislamiento térmico en las paredes, ventanas de carpintería metálica con doble cierre, tarimas flotantes de madera y radiadores de última generación. La obra terminó en primavera. Liquidé mis deudas y corrí a instalarme una lánguida tarde de mayo. Calenté una infusión y salí a la terraza a contemplar el efímero crepúsculo. Cuando cerré la puerta tras de mí lo comprendí todo. No era cuestión de aislar la casa de la atmósfera exterior, porque lo de fuera nada influía en lo de dentro. El frío ya estaba en la casa, antes que la propia casa.
Esquinas
Si por algo me gusta la vida
es porque está plagada de esquinas:
y porque, detrás de cada esquina,
hay un ápice de aire que aún no he respirado,
hay reversos de hojas que aún no he escrito
o páginas de libros que no he leído.
Hay cuerpos que no he contemplado desnudos
o niños que no he visto crecer.
Por eso; por los pasos que no he dado,
los besos que aún no he recibido
y los sueños que no he soñado;
vivir me parece un tentador pecado.
Si por algo me gusta la vida
es por ese instante
que tanto se resiste a ser eterno.
Porque siempre habrá una nube gris
sobre mi cabeza
que oculte un azul infinito.
O tal vez, porque
cuando menos me lo espere
alguien va a decirme “amor mío”.
La vida es un inmenso escenario
cuyo telón está a punto de alzarse.
Vogel
Y yo seguí a aquella mujer sin apenas reparar en lo que estaba haciendo. Porque mi cuerpo parecía dejarse llevar por una irresistible fuerza magnética que anulaba cualquier atisbo de voluntad. Y el caso es que nunca llegué a ver el rostro de la misteriosa dama cuyos pasos se deslizaban como si apenas gravitaran sobre las aceras.
Ni siquiera recuerdo si su pelo era rubio, moreno, castaño, rojizo, largo, corto, rizado u ondulado. Sólo puedo decir que sus largas piernas marcaban un cadencioso ritmo que me hizo perder la noción del tiempo. Y que su paso era tan amplio y firme que, por mucho que yo quisiera esforzarme en alcanzarla, no tuve otra alternativa que contemplar impotente cómo se me iba escapando.
Poco a poco la vi alejarse por bulevares y avenidas hasta que su estilizada figura pareció evaporarse ante mi perpleja mirada. Luego, derrotado por la implacable realidad, me detuve a medio camino entre la frustración y el desconcierto. No tardé en comprender que me había extraviado. Era como si la expansión del universo hubiera afectado súbitamente a este interminable laberinto que, tal vez por inercia, llamamos ciudad.
Comprenderá entonces, querido y respetado jefe, que no haya tenido otra opción que llegar al trabajo con tres horas y cuarenta minutos de retraso.
Biografía de un austronauta
Hubo un accidente. Caí a una piscina vacía y aterricé en el fondo con la cabeza. Estuve en coma varios días. Durante aquella lucha a vida o muerte yo me veía flotando entre las estrellas. Tenía apenas cinco años.
Cuando desperté ya no sentía aquella ingravidez. Sentía dolor de cabeza.
Recuerdo vagamente que alguien me ofreció el regalo que yo quisiera elegir. Sin pensarlo dos veces pedí un cohete. Quería subir a un cohete y volver a flotar entre las estrellas. Me trajeron un pequeño avioncito de juguete. Pero yo no quería ser piloto; yo quería ser astronauta. Quería ver el mundo desde fuera y contárselo a los demás. Quería sumergirme en el universo y experimentar esa vertiginosa ingravidez que me hace sentir insignificante.
Más tarde me olvidé de aquel capricho, perdí la ilusión por cualquier cosa que no fuera tangible y anduve centrado en la inútil pretensión de atrapar el instante. Leía libros, me emborrachaba de inmediatez y me dejaba llevar por los delirios ajenos. En otros términos: me hice adolescente.
Esta noche he vuelto a soñar que estaba a punto de subir a una nave que me llevaría a la luna. De alguna forma, nunca abandoné el sueño de ser astronauta. Siempre he sido lo que he soñado.
Aquella fue la primera razón por la que, años después, y de forma lenta y gradual, me hice escritor.
Pleonasmo y orgasmo
Cojo el teléfono con la mano
Te escucho con la oreja
Salto pa’rriba
Me calzo los zapatos de andar
Me pongo las gafas de ver
Salgo pa’fuera
Bajo pa’bajo
Corro deprisa
Voy a tu lado
Subo pa’rriba
Abro tu puerta
Cierro tu puerta
Te cuento un cuento
Te canto una canción
Bailamos un baile
Te beso con los labios
Te toco con las manos
Te encamo en la cama
Entro pa’dentro
Salgo pa’fuera
Entro pa’dentro
Salgo pa’fuera
Entro pa’dentro
Salgo pa’fuera…
T.H. Agapito Trasconejo